Al igual que muchos de mi generación, crecí bajo un sistema educativo marcado por una disciplina rígida, casi militar, donde la obediencia era más valorada que la expresión de talentos o el desarrollo de nuestras verdaderas aptitudes. En aquel régimen, era común que el maltrato se disfrazara de formación, y muchas veces quienes debieron guiarnos terminaron por reprimirnos, con el aval —o la indiferencia— de las autoridades escolares.

Hoy, con el paso del tiempo y la madurez que traen los años, hemos logrado superar aquella etapa. Hemos perdonado, incluso, a quienes nos agredieron. Pero ese proceso no nos ha vuelto insensibles; al contrario, nos ha hecho mucho más conscientes de lo que significa el respeto. Y por eso, cuando percibimos hoy algún tipo de maltrato —sin importar de quién provenga—, nuestra respuesta instintiva ya no es la sumisión, sino la digna rebeldía. Más aún si ese trato proviene de personas a las que nunca hemos faltado al respeto.

Sabemos que la tolerancia es una virtud, y hacemos un esfuerzo por practicarla. Pero también entendemos que el respeto a uno mismo implica saber establecer límites. No se trata de reaccionar con violencia, sino de decir con firmeza: "Hasta aquí." Si no somos valorados por lo que somos, tenemos todo el derecho —y el deber— de hacer valer nuestra tranquilidad, nuestra paz, y nuestro lugar en el mundo.

Porque merecemos vivir en espacios donde prime la dignidad, no la imposición; donde el trato humano esté por encima del ego o la costumbre.